
En la segunda mitad del siglo pasado, el productor y el consumidor asistieron a un cisma en su relación natural. La pérdida de la soberanía sobre el producto fue mermando cada día. ¿El motivo? Entraron en la cadena comercial unos pocos intermediarios que se encargaban de la distribución del producto con el supuesto fin de obtener la mejor calidad, velar por el precio más competitivo y penetrar en mercados no habituales, lo que teóricamente conllevaba un mayor beneficio para el productor.
Hoy el modelo de la cadena de distribución se encuentra envenenado. La mayoría de las frutas, hortalizas y verduras que se comercializan llegan a los consumidores sin frescura, sin sabor, sin color y sin madurar, lo que provoca que tampoco desarrollen gran parte de las propiedades vitamínicas que naturalmente poseen. Asimismo, el desconocimiento y desconcierto del consumidor –que paga religiosamente en cada visita al supermercado- es cada vez mayor. Por otro lado, el empobrecimiento del productor se incrementa en cada cosecha. Y mientras, los márgenes comerciales entre el precio de origen y los que paga el comprador tienen una alarmante diferencia del 450%, algo inaudito.
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